lunes, 22 de noviembre del 2010 a las 00:00
Buscaba la soledad de un desierto y lo encontré muy cerca, donde me llevó mi fantasía de entonces.
La primera vez que llegué a Grazalema fue en el año 1970. Yo acababa de comprar mi primer coche, un Seat 600 de segunda mano, matrícula de Madrid M-437474, de color verdoso. Me gustaba ese coche no era un gran coche, pero era mío.
En aquellos tiempos no había tampoco mucho donde elegir. En Cádiz no había muchos coches en aquellos tiempos. Así, una vez que era propietario de un coche me lancé a la "aventurilla " de viajar a la sierra gaditana. Yo solo. Quería desconectar del stress de los últimos días de curso.
El viaje se me hacía interminable, después de una hora de recorrido, aminoré la marcha, al objeto de poder recabar la atención de un cabrero algo distanciado, único ser humano en aquellos parajes. Le grité con toda mis fuerzas que donde quedaba Grazalema ; el interpelado lanzó unos sonidos extrañísimos a la par que movía su brazo en dirección a las montañas lejanas.
Aquello me desconcertó y me produjo una sensación de mas soledad si cabe, precisamente lo que andaba buscando.
Cuando armado de paciencia logré divisar por fin la silueta del ansiado lugar, respiré a todo pulmón satisfecho de mi hazaña.
Y llegué a una plazuela, la que me pareció el centro urbano de la Villa.
Algunos ancianos garrota en mano deambulaban por la zona y algunos chicos adolescentes y otros menores jugueteaban por la plaza donde se encontraba la iglesia.
Un sol abrasador caía aquella tarde a las trece horas del hoy lejanísimo día, que ahora recuerdo como si lo viviese de nuevo. La sierra calva parecía arder y no dudo que si arden hectáreas de monte será porque hay algún combustible. Allí no había ni rastro de eso.
En Grazalema no había ni una brizna de hierba en las laderas de sus montes, lo que da idea de que no fue aquel año de los mas lluvioso, en el lugar de mayor pluviometría de la Península.
Unos pequeños de nueve o diez años, me rodeaban al salir del coche. No había allí entonces mas coche que el mío. Así como les cuento era la Grazalema de aislada y solitaria. Les pregunté donde estaba el hotel. Uno de ellos, el mas despierto, sin duda me respondió: no hay hotel , se llama fonda .
Y me llevaron hasta la puerta de la fonda. Muy blanca, toda ella encalada y con olor a sierra y a limpio, una gozada después de casi dos horas que me parecieron eternas, conduciendo por los montes sin el alivio del aire acondicionado de ahora.
Nunca he podido olvidar el olor de aquella casa o fonda como le llamaban los niños de la plaza.
La dueña y señora de la casa me enseñó donde pasaría aquella noche de sábado de julio y me ofreció también la comida de la casa. Riquísimo puchero o sopa serrana y unos huevos con chorizo y patatas fritas, melón de postre.
La comida me supo a gloria y después me eché a dormir en la cama de madera rústica con olor a no se que aromas de la sierra gaditana. De tomillo, de albahaca, de un sinfín de aromas.
Después de la merecida siesta decidí conocer el pueblo, no tenia muchas opciones en pocos kilómetros a la redonda.
Llegué a una plaza donde unos ancianos sombrero en mano, otros calado el mismo, se entretenían en mirar hacia abajo desde un balcón a muchos metros de altura, al que supe mas tarde que llamaban con un sonoro y genital sustantivo.
En aquella plaza, a la que volví años mas tardes en otras ocasiones y en otras circunstancias, pude reflexionar sobre la vida sencilla, apacible y llena paz en que vivían esos ancianos a los que veía por vez primera y tal vez por última.
Hablé cuanto pude, haciéndome entender con el lenguaje sencillo de las gentes, que sin conocer jamás la prisa, te dan toda clase de detalles de lo que acontece a su alrededor, sin olvidar los buenos modales y que me hicieron sentir una gran simpatía hacia aquel pueblo y sus habitantes.
Me enseñaron a observar en la distancia y a sentir la naturaleza en la otra forma para mi no vivida. Yo estaba acostumbrado a vivir en la ciudad, en Cádiz, ciudad marinera, llana, húmeda, de aires cambiantes y brisas constantes. Ahora al contrario, elevaciones, calles empinadas de grandes pendientes, y aire seco. Pero no solo eso cuando me salí del recinto urbano de Grazalema me vi en plena sierra con todo el cortejo ora de acebuches y encinas ora de alcornoques, algarrobos o fresnos y un largo etcétera de la riquísima flora serrana.
Me venia muy bien este cambio después de un curso lleno clases y del stress de las evaluaciones y de una reforma educativa en ciernes.
Aquella tarde aprendí a observar en la distancia en el sentido literal y comprobar como aquellos hombres ancianos, quizás ya desaparecidos, podían ver a esa distancia y allá abajo algún conejo que se hallaba encamado. Y como yo no lo viese me llevaron al sitio exacto, indicándome puntos de referencia hasta alcanzar el objetivo. Y yo observaba a los mas espabilados haciendo apuestas a ver quien los divisaba primero.
Y así, en esa sencillez de los tiempos sin prisas, de los días larguísimos, sin el colorido en las televisiones ,ni los teléfonos móviles ni los ordenadores con Windows Vista, Internet y muchas cosas mas, me fui a cenar a un bar en la plaza de la Iglesia Mayor, para después recogerme en la fresca cama de la casa blanca, del pueblo blanco, de mi desde aquel día querida Sierra y despertarme al alba para el regreso.
La primera vez que llegué a Grazalema fue en el año 1970. Yo acababa de comprar mi primer coche, un Seat 600 de segunda mano, matrícula de Madrid M-437474, de color verdoso. Me gustaba ese coche no era un gran coche, pero era mío.
En aquellos tiempos no había tampoco mucho donde elegir. En Cádiz no había muchos coches en aquellos tiempos. Así, una vez que era propietario de un coche me lancé a la "aventurilla " de viajar a la sierra gaditana. Yo solo. Quería desconectar del stress de los últimos días de curso.
El viaje se me hacía interminable, después de una hora de recorrido, aminoré la marcha, al objeto de poder recabar la atención de un cabrero algo distanciado, único ser humano en aquellos parajes. Le grité con toda mis fuerzas que donde quedaba Grazalema ; el interpelado lanzó unos sonidos extrañísimos a la par que movía su brazo en dirección a las montañas lejanas.
Aquello me desconcertó y me produjo una sensación de mas soledad si cabe, precisamente lo que andaba buscando.
Cuando armado de paciencia logré divisar por fin la silueta del ansiado lugar, respiré a todo pulmón satisfecho de mi hazaña.
Y llegué a una plazuela, la que me pareció el centro urbano de la Villa.
Algunos ancianos garrota en mano deambulaban por la zona y algunos chicos adolescentes y otros menores jugueteaban por la plaza donde se encontraba la iglesia.
Un sol abrasador caía aquella tarde a las trece horas del hoy lejanísimo día, que ahora recuerdo como si lo viviese de nuevo. La sierra calva parecía arder y no dudo que si arden hectáreas de monte será porque hay algún combustible. Allí no había ni rastro de eso.
En Grazalema no había ni una brizna de hierba en las laderas de sus montes, lo que da idea de que no fue aquel año de los mas lluvioso, en el lugar de mayor pluviometría de la Península.
Unos pequeños de nueve o diez años, me rodeaban al salir del coche. No había allí entonces mas coche que el mío. Así como les cuento era la Grazalema de aislada y solitaria. Les pregunté donde estaba el hotel. Uno de ellos, el mas despierto, sin duda me respondió: no hay hotel , se llama fonda .
Y me llevaron hasta la puerta de la fonda. Muy blanca, toda ella encalada y con olor a sierra y a limpio, una gozada después de casi dos horas que me parecieron eternas, conduciendo por los montes sin el alivio del aire acondicionado de ahora.
Nunca he podido olvidar el olor de aquella casa o fonda como le llamaban los niños de la plaza.
La dueña y señora de la casa me enseñó donde pasaría aquella noche de sábado de julio y me ofreció también la comida de la casa. Riquísimo puchero o sopa serrana y unos huevos con chorizo y patatas fritas, melón de postre.
La comida me supo a gloria y después me eché a dormir en la cama de madera rústica con olor a no se que aromas de la sierra gaditana. De tomillo, de albahaca, de un sinfín de aromas.
Después de la merecida siesta decidí conocer el pueblo, no tenia muchas opciones en pocos kilómetros a la redonda.
Llegué a una plaza donde unos ancianos sombrero en mano, otros calado el mismo, se entretenían en mirar hacia abajo desde un balcón a muchos metros de altura, al que supe mas tarde que llamaban con un sonoro y genital sustantivo.
En aquella plaza, a la que volví años mas tardes en otras ocasiones y en otras circunstancias, pude reflexionar sobre la vida sencilla, apacible y llena paz en que vivían esos ancianos a los que veía por vez primera y tal vez por última.
Hablé cuanto pude, haciéndome entender con el lenguaje sencillo de las gentes, que sin conocer jamás la prisa, te dan toda clase de detalles de lo que acontece a su alrededor, sin olvidar los buenos modales y que me hicieron sentir una gran simpatía hacia aquel pueblo y sus habitantes.
Me enseñaron a observar en la distancia y a sentir la naturaleza en la otra forma para mi no vivida. Yo estaba acostumbrado a vivir en la ciudad, en Cádiz, ciudad marinera, llana, húmeda, de aires cambiantes y brisas constantes. Ahora al contrario, elevaciones, calles empinadas de grandes pendientes, y aire seco. Pero no solo eso cuando me salí del recinto urbano de Grazalema me vi en plena sierra con todo el cortejo ora de acebuches y encinas ora de alcornoques, algarrobos o fresnos y un largo etcétera de la riquísima flora serrana.
Me venia muy bien este cambio después de un curso lleno clases y del stress de las evaluaciones y de una reforma educativa en ciernes.
Aquella tarde aprendí a observar en la distancia en el sentido literal y comprobar como aquellos hombres ancianos, quizás ya desaparecidos, podían ver a esa distancia y allá abajo algún conejo que se hallaba encamado. Y como yo no lo viese me llevaron al sitio exacto, indicándome puntos de referencia hasta alcanzar el objetivo. Y yo observaba a los mas espabilados haciendo apuestas a ver quien los divisaba primero.
Y así, en esa sencillez de los tiempos sin prisas, de los días larguísimos, sin el colorido en las televisiones ,ni los teléfonos móviles ni los ordenadores con Windows Vista, Internet y muchas cosas mas, me fui a cenar a un bar en la plaza de la Iglesia Mayor, para después recogerme en la fresca cama de la casa blanca, del pueblo blanco, de mi desde aquel día querida Sierra y despertarme al alba para el regreso.
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